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viernes, 23 de octubre de 2015

LA TAUROMAQUIA, ANTE EL ABISMO DE SU VANIDAD

Walter Benjamin, fue un filósofo clave para comprender al ser humano ante la modernidad y la historia. Benjamin; judío y alemán, muerto debido a un extraño suicidio en la frontera entre España y Francia huyendo de los nazis. Este pensador fundamental escribió para su tesis doctoral la obra "El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán", en ella alega que la “obra de arte” no está completa hasta la intervención del crítico. La interpretación que éste hace de la “obra" finaliza el ciclo artístico.
Para Benjamín la `"crítica" es un ejercicio de compresión de la "obra" que es a su vez una forma de alcanzar el absoluto. Lógicamente la "crítica" debe exigir las formas y pretensiones del mencionado absoluto en la “obra”; la pureza.
La "crítica" en la tauromaquia forma parte de su esencia al ser la salvaguarda de la seriedad que se le exige al "arte", más cuando se trata de derramar sangre. La teoría de Benjamin cobra mayor sentido que nunca, ya que las reglas de pureza establecidas no siempre son entendidas por el público, otras ni siquiera conocidas.

Los centímetros que separan la verdad de la mentira, el riesgo de la cobardía, pasan desapercibidos en el ruedo y muchas veces no son respetadas por artistas y esa figura cesárea que es el juez de plaza; interesado como un decadente emperador en contentar a los asistentes y sumergido en la codicia del oro que traen los aspirantes a la gloria.
Pero, desde tabernas, redacciones, cubículos de prensa, apoyados en paredes con teléfonos; algunos críticos cumplen con el ardor de quien pertenece a un fin mayor como es la supervivencia del arte.
El respeto a la sangre del animal, la ofrenda de vida por la plástica, exigen verdad. Reglas para la transgresión del “arte”, una ecuación de formas y distancias para congelar el tiempo cuando el animal infinitamente salvaje se hace uno con el hombre de seda y el silencio sobrecoge la vida. Conocimiento técnico del artista y el crítico, un saber mutuo que evita la mentira. Así ha sido desde el siglo XVIII, con grandes cronistas que no cantadores de hazañas. Críticos fieros con conciencia conservacionistas, de la vida animal, no de la humana. El hombre debe de arriesgar, ofreciendo su cuerpo para tener el honor de quitar la vida a tan perfecta creación de la naturaleza que nos precede. La vida del hombre no vale lo que vale el cumplimiento de las reglas. Las necesarias para una danza con la muerte.
En lo prosaico de la actualidad, los cronistas, que lo son en el mejor de los casos, nunca críticos, están dejando al toreo huérfano de su figura analítica que completa el ciclo del “arte”. Abundan portales taurinos financiados por los matadores, los periódicos de la maltrecha información impresa general con sección taurina dan pluma a gente del ‘star system’ que cenan con los toreros. Por no hablar de plumas amantes de una equivoca interpretación del término “fiesta”, esa que acaba en vomito de turista. Sus crónicas están hechas con velcro.
La tauromaquia está, de frente, ante el abismo de su vanidad y autocomplacencia alentada por el victimismo que produce sentirse acorralado. A la espalda, la lidia, está cercenada de la vida pública por una incoherente traílla humana que quiere tener tan lejos las corridas de toros como a las fábricas de salarios raquíticos, horarios eternos y expolio ecológico, donde se hace la ropa que utilizan, y que de tanto gritar asesinos van a lograr hacinar toros fofos en los zoologicos y llenar de ladrillo y plásticos las dehesas por las que ahora corre imperialmente la bestia brava.
Se necesita al crítico, su polémica que no permite falsos triunfos creyendo que así se harán nuevos aficionados. La única esperanza del toreo es el éxtasis del arte que contiene su ejecución perfecta. Urdiales, su lucha de una vida por trazar los naturales de Bilbao. Qué esa sea la vara de medir, sin filias.

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